
Se llama “Topo”, pero es un perro. No, no es un error. Lo bauticé así en 2001, cuando con gol de Oscar “el topo” Gómez ascendimos a primera. Ese día hoy casi veinte años más tarde es felicidad rancia.
El Topo no tiene pedigree ni tampoco lo necesita; por suerte vivimos en un barrio donde la gente vale por lo que hace y no por lo que tiene.
Bajo la luz indecisa del semáforo roto de Alberdi y Murguiondo, la esquina más viva de un barrio que va muriendo de a poco, el Topo se pasa horas estudiando a los auto qué pasan. En cuanto acelera de 0-100, la diferencia entre freno a disco delantero y trasero, o cuánto se desliza una goma gastada sobre el empedrado mojado son datos que pueden salvarte la vida si sos un perro.
Le hago señas al mozo que me traiga otro vino, y mientras en la TV pasan una pelea blanco y negro de cuándo teníamos campeones de Luna Park pienso: “Porque decimos tener una vida de perros al referirnos a nuestras desgracias”.
El topo tiene todos los días un plato caliente y una cama decente, la pasión intacta por el club y cada tanto una caricia condescendiente. Su vida es igual, o quizás hasta mejor que la mía y menospreciarla solo para sentir un poco de éxito fugaz es injusto e inútil.
Apagó el cigarrillo en el cenicero de lata con letras rojas de Cinzano y trato por enésima vez de limpiar mi mesa con esas servilletas odiosas de pizzeria. Los ruidos desde la vereda me hacen mirar otra vez para la calle.
Lo veo al Topo. Pegado cola con cola con una perra. Abotonados. El amor o la calentura ya paso. Y ahora cuando cada cual quiere seguir su camino ya no pueden. Quedarse duele pero separarte duele más. Una historia conocida.
De repente, en un acto solidario o debería decir liberador, una vecina sale con un balde de agua fría y el mozo apoya en mi mesa otro vaso de vino tinto.
Celebremos Topo, hoy han venido a rescatarnos.
FIN
Dedicado a mi querido Mataderos y al Cedron, con la mejor fugazzetta rellena del planeta.