Enrique, el Dr. Enrique, tenía el mejor trabajo del mundo. Él era el médico, el único médico, de la salita de primeros auxilios de mi barrio.
Su trabajo no era glamoroso, pero si era muy importante. Él no hacía cirugías complejas, no inventaba vacunas para enfermedades raras y no daba a luz a cuatrillizos que cobraban notoriedad en los noticieros. Pero cuando algún formulario le preguntaba su ocupación, el completaba orgulloso “Médico de la vida”
Su agenda por muchos años estuvo muy apretada. Sólo a modo de ejemplo, en una mañana cualquiera podía poner merthiolate y vendar la rodilla del hijo del almacenero que se cayó de la bici en su primer día sin rueditas, podía entablillarle el dedo al hijo del arquitecto que en un partido apretado en la escuela se lo dobló sacando una pelota difícil, o cómo caso extremo podía ponerle un par de puntos a uno los mellizos Ronaldi (nunca supo bien cuál de los dos era) porque jugando a las escondidas se había caído de la medianera. Sus días en la salita estaban destinados a curar frutillas, torceduras, esguinces y cicatrices de nuestras infancia.
Todas muy dolorosas en el momento pero imprescindibles para aprender, crecer y sentirnos vivos.
Con el paso del tiempo los turnos en la salita comenzaron a caer. La inseguridad en el barrio, los celulares en los bolsillos y los videojuegos en las casas hicieron que ya nadie se lastime como antes. Ahora quizás se doblaban un dedo haciendo una jugada extraña en el FIFA o se caían de la silla esquivando disparos en Fortnite. Y para esos casos un poco de hielo era más que suficiente.
El barrio cerró la salita y alquiló el local. En su lugar pusieron un locutorio con computadoras y video juegos para que los turnos vuelvan.
La cultura japonesa tiene un término hermoso llamado “kintsugi” o “carpintería de oro” para referirse al arte de reparar objetos rotos mezclando resina y polvo de oro en lugar de simplemente pegamento.
Esta filosofía plantea que las roturas y sus reparaciones forman parte esencial de la vida de un objeto, y que deben mostrarse con orgullo ya que son causa de su transformación y evolución.
Nunca más volvimos a ver al Dr. Enrique por el barrio . Estoy seguro que se fue Japón y se convirtió en un gran artista.
Yo muestro siempre con orgullo los cuatro puntos que me dio cuando me mordió un perro. Cada uno de ellos son dignos de un museo.
Gracias a Maria Seigal por la idea y por enseñarme este concepto increíble de la cultura japonesa.