Videoclubs, Parripollos y canchas de Paddle.

En un mano a mano Hector se come crudo a cualquier algoritmo de Silicon Valley. Con décadas atrás del mostrador del primer vídeo club del barrio sabía quién eras, como era tu familia, de que trabajabas, si tenías algún amorío clandestino, cuantas cuotas del plan Rombo debías, donde habías estudiado, quien había sido tu profesora de Matemáticas y por supuesto podía listar, sin repetir ni soplar, todas (pero todas!) las películas que habías alquilado en tu vida.

Ostentando un récord mundial Guiness de tener la mayor cantidad de películas rebobinadas en 24 horas, Hector era el amo y señor de “Época“. Un imperio que arrancó con un tímido local 2×2 y como en el TEG ganó territorios hasta conquistar casi media manzana y tener salida a la exclusiva Avenida Boulogne Sur Mer.

Hector también tenía el poder de influenciar la vida y el futuro de cada uno de los que lo visitaban. Él podía hacer que te enamores de tu vecina después de darte “Dirty Dancing”, que termines a las trompadas con tu cuñado después de sugerirte “Rocky” o que el martes en la cancha de Papi fútbol del Club Cultural te creas Maradona y Valeria Lynch si te había recomendado “Héroes 1986”. (Personalmente siempre le estaré agradecido por haberme hecho ver mi primera teta con “Porky’s”)

Para una familia como la mía, de clase media y Conurbano, tener una videocasetera fue una película ciencia ficción, con mucho suspenso y ahora que lo pienso también algo de policial. Una noche de invierno fuimos con mi viejo a lo de “un amigo”, destino sin nombre ni apodo que ya indicaba algo cuasi-ilegal.

Bajamos del coche y juntos como quienes se pegan para evitar la llovizna y darse valor mutuamente nos metemos en un pasillo. La puerta al final de ese largo y oscuro recorrido llevaría a la casa del único piloto del barrio, quien de adentro de una valija de Aerolíneas Argentina sacaría nuestra primer videocasetera obviamente sin caja ni factura.

Desde ese momento los viernes de mi primaria en el colegio San Felipe cambiaron. No solo esperaba ese día para acabar con la tortura escolar, sino también porque era el momento de una cita exclusiva con papá.

Sin mamá ni hermanos, juntos íbamos hasta Hollywood para perdernos entre pasillos y pasillos con cajas llenas de historias. Recuerdo la adrenalina al pararnos frente al plan del fin de semana para descubrir si tenía o no el “plastiquito” con el número colgando de un hilo tanza que indicaba su disponibilidad.

La excursión con papá duraba buen rato e incluia charlas existenciales con Hugo, chusmerio con otros socios y paseos juntos mayoritariamente por la sección de policiales y suspenso. A medida que fui creciendo me fui alejando de los clásicos de Disney y en puntas de pie aprendí a disimular mi intención de mirar de reojo las porno que siempre estaban en el ultimo estante.

Salíamos a ahí felices, juntos, de la mano y con dos bolsitas de plástico con ocho o diez peliculas para pasar el fin de semana entre risas, tiros y algunos sustos.

Los años, la tecnología y una epidemia de Videoclubs, Parripollos y canchas de paddle allá por el 2000 hicieron desaparecer nuestro ritual.

Igual algunas veces, casi siempre viernes como hoy, pongo muchos de esos lindos recuerdos en una cajita de cartón, me acerco al mostrador de Hector y susurrándole con gesto cómplice le digo que nos lo guarde. Quiero que esos momentos estén disponibles cuando otra vez me siente con el viejo para mirar juntos ahora la película de nuestra vida.

FIN

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