En el manual del Tano inmigrante entre capítulos sobre levantar la mesa, trabajar duro, domingos en familia y las pastas caseras, hay uno muy importante dedicado al techo propio. Será por eso que en tantos domingos de ravioles escuché de mi vieja la frase “ahorrar en ladrillos” junto a palabras como “porvenir” y “progreso”.
La importancia del lugar propio hace que uno llegue a atribuirles nombres a esos terrenos. Nombres que en general se dividen en dos grandes grupos según su ubicación o su propietario.
En el primero de los grupos es mandatorio que la geografía tenga algún tipo de relevancia. Así llamamos a “la casa de Talcahuano” porque fue en esa calle donde crecimos jugando al Veinticinco con dos cascotes como arco y destruíamos pitucones en carreras de bicicleta.
Otro ejemplo fue departamento de la costa (ya vendido) que era llamado “el depto de la plaza” por su balcón perpendicular a la arboleda donde apreciábamos al triste acto acrobático del trencito de la alegría veraniego ya venido a menos.
No se si por la adultez o por la inexistencia de accidentes geográficos, el segundo grupo de casas se identifican por el nombre de alguno de sus ocupantes. Así esta “la casa del Carlitos” o “la casa de la Nancy” , donde el vínculo de sangre más cercano representa al resto de los ocupantes como yernos, nueras o nietos.
Este año descubrí que también pueden cambiar de un grupo a otro, cuando la “casa de los viejos” se convirtió en “La casa de Junín”. No fue un acto racional aunque está claro que nombrarla erróneamente solo alimenta una inútil esperanza.
La pila de toallas de mamá sobre la mesada del lavadero o los botines del viejo secándose al sol se preguntan cuando los van a entrar o a doblar. Esa vigilia e ignorancia me da tristeza y envidia.
Son sus cosas pero ya no es su casa. Por eso el nombre de la propiedad es correcto. Basta sólo con caminar por pasillos ahora silenciosos para darse cuenta que el tango, mis viejos y hasta el aire a esa casa ya la han abandonado.