La camioneta blanca de Nuevediario sacudió ese domingo gris y aburrido de invierno. Con un cigarrillo Parliament consumido en la boca, el grito de Jose de Zer llamando al “Chango” despertó al barrio.
Jose de Zer y su inseparable camarógrafo eran el Fox Molder y la Dana Scully del conurbano siempre en búsqueda de extraños eventos paranormales con bajo presupuesto.
“Vengo por la leyenda de los agujeros”, le dijo a los primeros que saltaron de la cama interrumpiendo su siesta dominguera. “Me dicen del canal que en el barrio hay agujeros místicos. Usted los vio?!?” Interrogaba con la respiración entrecortada a cada uno de los que queríamos robar cámara y tener nuestros diez segundos de fama.
Las señoras con ruleros decían que los agujeros estaban en sus bolsas y que eran obra de panaderos inescrupulosos para robarse de un kilos dos pancitos. Los apasionados de domingo decían que estaban en el arco que daba a la estación y eran los únicos responsable de dolorosos descensos y bancarrotas huérfanas. Los repartidores de pizza argumentaban que estaban en el cruce con la avenida y eran los culpables de sus eternas demoras y de fugazzettas con aceitunas desordenadas.
Todos creían que su agujero era único y que estaban condenados en soledad por alguna extraña e inexplicable maldición.
Jose de Zer grabó un par de respuestas, prendió un nuevo pucho y se fue con el Chango tan rápido como llegaron.
Ninguno de los que participamos esa tarde fuimos famosos, pero al menos descubrimos que no estamos solos. Que todos tenemos nuestros agujeros por dónde se nos va la vida.