Hormigas y buñuelos

La cercanía a la muerte nos hace más dramáticos. Lo que para mi era solo un tatuaje de hormigas extraviadas en mi espalda para mi abuela era una sentencia.

“Si eso te da vuelta al cuerpo Carlitos, Morís” me dijo ella y eso a los 10 años sonaba tan aterrador como ponerse visco frente al ventilador.

Así descubrí la culebrilla, algo que en ese momento nadie podía explicar pero Google muchos años después definiría como una erupción de sarpullido o ampollas en la piel.

“Tenes que ir a ver a doña Rosa” dijo mi abuela con la calma típica de quien sabe que algo es urgente y mi mamá asintió con la cabeza sin decir palabra; esa complicidad misteriosa de ambas me generaba una mezcla de preocupación y aventura.

Doña Rosa, era la Clark Kent del barrio. De día atendía una mercería detenida en el tiempo con cara de abuela coleccionista de botones; Por las noches abría las puertas del oscurantismo para luchar contra leyendas urbanas y enfermedades desconocidas. Y mientras tanto, en los ratos libres entre costurero y magia hacia los mejores buñuelos del barrio. Sin duda ahí podía freír lo mejor de sus dos mundos.

Sin autorización para parar en el kiosco, yo pedaleaba todos los días religiosamente al mismo horario para que ella calque mapas extraños con tinta china en mi espalda. No faltar ni llegar tarde era mi tarea mas importante, incluso más que poner la mesa algo que siempre fue un mandato en toda casa italiana.

En cada visita le pregunté como lo hacia y hasta me esforcé para escuchar algunas de las palabras que susurraba mientras me dibujaba, pero sin éxito terminaba con mi espalda pintada de negro y mi cara teñida de fracaso. Antes de irme, ella hacia su ultimo acto de magia, y transformaba mi curiosidad frustrada en sonrisa regalándome un buñuelo caliente.

Después de un mes las hormigas se fueron y con mucha tristeza supe ese día que seguiría viviendo, pero sin sus buñuelos.

FIN

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